Ahorita mismo debería estar trabajando en lugar de estar escribiendo. Pero hoy, algo en mi querida colonia cambió: ¡¡¡se fueron los vecinos!!!
Hace como cinco años yo tenía unos vecinos muy bonitos, eran la mamá, el hijo y la abuelita. Todos muy discretos y calladitos, ni siquiera se notaba que estaban ahí. Mantenían su casita limpia y ordenada. De repente, llegó un camión de mudanza y huyeron de aquí. Y fue cuando llegaron: los vecinos del terror.
De buenas a primeras me quitaron mi lugar de estacionamiento. Bueno, yo no tengo auto, pero la gente que me ha llegado a visitar, si tiene y no hay dónde se puedan estacionar los pobres. Trajeron un montón de macetas horrendas, con plantas descuidadas y secas y las pusieron aquí afuerita, como si de veras valiera la pena voltear a verlas. Pusieron unos tabiques horrendos junto al escalón de la entrada de su casa. Trajeron unos perros feísimos que ladraban por todo. Y como compartimos pared: ya se imaginarán el escándalo. Pero lo peor, lo peor eran las personas. Primero llegaron una multitud de solteronas amargosas. Creo que eran la mamá y las hijas. Todas parecían brujas salidas de diferentes cuentos de hadas haciendo su diario aquelarre. Eran escandalosas, peleoneras, gritonas, argüenderas y muy muy feas. Nunca me dirigieron la mirada y mucho menos el saludo. La peor de todas era una vieja horrenda, parecida a la maestra Troncha Toro de Matilda. Una temporada le dió por llegar a altas horas de la madrugada, entre semana, con un galán acá de lonchería, y se ponían a entonar canciones a la puerta de mi casa, con varios alcoholes entre espalda y pecho y muy muy poco sentido del ritmo y la entonación. Su más grande éxito: Hacer el amor con otro, de Ale Guzmán.
De repente, Troncha Toro se fue pero dejó a sus sucesores. Otro hermano, igual de feo que ella, nomás que en masculino. Según era mecánico y plomero y un día hasta me ofreció sus servicios. Siempre tenía muchos autos viejos afuera de la casa, algunos completamente abandonados y polvosos. Él tenía un hijo, o sobrino o nieto o yo qué sé, un quinceañero rudo que escuchaba Metallica, a todo volumen, todos los días a eso de las diez de la noche. Una señora vivía también con ellos, tal vez mamá del chico rudo. Recuerdo que el 31 de diciembre llegó a tocar a mi puerta, con un recipiente con sus cuadritos de achiote, cebolla y ajo, que porque se le había descompuesto su licuadora. -¡Veciiiiiina, bueeeenos díiiiias!- ¿Vecina? Pero si nunca me habla esta señora y ora quiere que le muela sus especias. Noooooo. -Újule, perdóneme, pero no tengo licuadora. Ora sí le voy a quedar mal.- ¿ora sí? pero si nunca habíamos cruzado palabra. Bueno, pues así las cosas, la vecina muy amigable quería un favor y no se lo concedí.
Alguna vez, que dejaron su puerta abierta, pude mirar un poquito hacia adentro de su cuchitril. Mejor no lo hubiera hecho, pues no era mejor el interior que el exterior de su casa: lleno de triques, tablas, muebles apilados, una estufa vieja y cientos de pinganetes (así decía mi abuelita) tirados por doquier. Mi casa se veía reina junto a ese caos.
Desde ayer que llegué en la tarde, no hay autos. Hoy me fijé mejor y ya no hay cortinas. Todo está en silencio. Se fue Troncha Toro y su hermano, se fueron los portazos y gritos, se fue el chico rudo y su concierto de Metallica, se fueron los triques, excepto por las macetitas esas tan bonitas y las fantásticas manchas de huevo en su fachada. Éso sigue ahí.
Aquí y acá algunas de las fantásticas anécdotas con mis vecinitos.
Por un lado, me siento tranquila de que ya no estén, pero no sé que tipo de alimañas se vayan a venir a vivir acá ahora que la casa se ponga en renta otra vez.
Pronto: agregaré fotitos de la fachada con manchas de huevo y las enormes y horrendas macetas.
Hace como cinco años yo tenía unos vecinos muy bonitos, eran la mamá, el hijo y la abuelita. Todos muy discretos y calladitos, ni siquiera se notaba que estaban ahí. Mantenían su casita limpia y ordenada. De repente, llegó un camión de mudanza y huyeron de aquí. Y fue cuando llegaron: los vecinos del terror.
De buenas a primeras me quitaron mi lugar de estacionamiento. Bueno, yo no tengo auto, pero la gente que me ha llegado a visitar, si tiene y no hay dónde se puedan estacionar los pobres. Trajeron un montón de macetas horrendas, con plantas descuidadas y secas y las pusieron aquí afuerita, como si de veras valiera la pena voltear a verlas. Pusieron unos tabiques horrendos junto al escalón de la entrada de su casa. Trajeron unos perros feísimos que ladraban por todo. Y como compartimos pared: ya se imaginarán el escándalo. Pero lo peor, lo peor eran las personas. Primero llegaron una multitud de solteronas amargosas. Creo que eran la mamá y las hijas. Todas parecían brujas salidas de diferentes cuentos de hadas haciendo su diario aquelarre. Eran escandalosas, peleoneras, gritonas, argüenderas y muy muy feas. Nunca me dirigieron la mirada y mucho menos el saludo. La peor de todas era una vieja horrenda, parecida a la maestra Troncha Toro de Matilda. Una temporada le dió por llegar a altas horas de la madrugada, entre semana, con un galán acá de lonchería, y se ponían a entonar canciones a la puerta de mi casa, con varios alcoholes entre espalda y pecho y muy muy poco sentido del ritmo y la entonación. Su más grande éxito: Hacer el amor con otro, de Ale Guzmán.
De repente, Troncha Toro se fue pero dejó a sus sucesores. Otro hermano, igual de feo que ella, nomás que en masculino. Según era mecánico y plomero y un día hasta me ofreció sus servicios. Siempre tenía muchos autos viejos afuera de la casa, algunos completamente abandonados y polvosos. Él tenía un hijo, o sobrino o nieto o yo qué sé, un quinceañero rudo que escuchaba Metallica, a todo volumen, todos los días a eso de las diez de la noche. Una señora vivía también con ellos, tal vez mamá del chico rudo. Recuerdo que el 31 de diciembre llegó a tocar a mi puerta, con un recipiente con sus cuadritos de achiote, cebolla y ajo, que porque se le había descompuesto su licuadora. -¡Veciiiiiina, bueeeenos díiiiias!- ¿Vecina? Pero si nunca me habla esta señora y ora quiere que le muela sus especias. Noooooo. -Újule, perdóneme, pero no tengo licuadora. Ora sí le voy a quedar mal.- ¿ora sí? pero si nunca habíamos cruzado palabra. Bueno, pues así las cosas, la vecina muy amigable quería un favor y no se lo concedí.
Alguna vez, que dejaron su puerta abierta, pude mirar un poquito hacia adentro de su cuchitril. Mejor no lo hubiera hecho, pues no era mejor el interior que el exterior de su casa: lleno de triques, tablas, muebles apilados, una estufa vieja y cientos de pinganetes (así decía mi abuelita) tirados por doquier. Mi casa se veía reina junto a ese caos.
Desde ayer que llegué en la tarde, no hay autos. Hoy me fijé mejor y ya no hay cortinas. Todo está en silencio. Se fue Troncha Toro y su hermano, se fueron los portazos y gritos, se fue el chico rudo y su concierto de Metallica, se fueron los triques, excepto por las macetitas esas tan bonitas y las fantásticas manchas de huevo en su fachada. Éso sigue ahí.
Aquí y acá algunas de las fantásticas anécdotas con mis vecinitos.
Por un lado, me siento tranquila de que ya no estén, pero no sé que tipo de alimañas se vayan a venir a vivir acá ahora que la casa se ponga en renta otra vez.
Pronto: agregaré fotitos de la fachada con manchas de huevo y las enormes y horrendas macetas.